
No conozco ninguna empresa ni ningún profesional que no mencione el término «calidad» a la hora de describir los atributos de sus productos o servicios. En cambio, las características que conforman dicho atributo las interpreta cada cual a su manera. Por si fuera poco, algunas empresas parecen haber entrado en la carrera de la calidad, una competición por contar con el mayor número de sellos posibles que acredite la excelencia de lo que ofrecen.
Hace unos años, una amiga, propietaria de una empresa de traducción con la que llevo mucho tiempo colaborando, me citó a una reunión porque querían implantar en su empresa alguna norma sobre la calidad de la traducción. No era ni soy un experto en la materia, a pesar de que era y es un tema que me interesa. En la reunión, lo primero que planteó fue la implantación de una norma ISO, mientras que yo le propuse por qué no contemplaba otras normas que, a mi modo de ver, eran más específicas, como la EN 15038, de la cual tenía algunos conocimientos a raíz de algunos artículos que se habían publicado en Panacea. Al cabo de varias semanas, nos volvieron a citar y se nos explicó el funcionamiento de los procedimientos necesarios. Conocía bien la empresa por dentro, por lo que, en un alarde de sinceridad, le aconsejé no implantarla: se disparaban los costes, la empresa era pequeña y no contaban con personal suficiente para lidiar con todas las cuestiones burocráticas que suponía la implantación. Además, contar con el sello de calidad no se iba a reflejar en más ni en mejores clientes, sino en servicios más caros o menos rentables, y corrían el riesgo de descuidar al cliente para dedicar el tiempo a cuestiones burocráticas y administrativas.
Años después, sigo sin ser un experto en la materia pero mis ideas se han afianzado y también tengo algunas certezas al respecto: una norma de calidad únicamente certifica el cumplimiento de unos requisitos y de unos procedimientos —al margen de las no conformidades—, conlleva una gran carga administrativa y burocrática y no garantiza el resultado del producto o servicio final. Por otra parte, si a la difícil relación entre traductores y correctores añadimos los ajustados plazos con los que acostumbramos a trabajar, quizás no podamos esperar un producto de calidad, signifique esta lo que signifique.
Planteada esta preocupación, me surge otra inquietud no menos importante: la certificación formal de calidad constituye fundamentalmente una herramienta de promoción y, en muchos casos, una ventaja competitiva —basada en una falsa premisa— frente a traductores autónomos a la hora de ofertar sus servicios y aspirar a contratos de traducción, que tienen vetados en la práctica por una cuestión puramente administrativa. Por este motivo, durante los últimos meses he estado leyendo en profundidad sobre la materia y planteando con algunos compañeros la posibilidad de que los autónomos —tanto de forma individual como en equipo— podamos contar con un sello propio que certifique la calidad de nuestros servicios —mejor dicho, el cumplimiento de unos procedimientos— sin que ello suponga un excesivo sobrecoste y un descomunal incremento del trabajo burocrático y administrativo.
Sea como sea, sigo convencido de que la calidad en la traducción únicamente se logra con conocimientos sobre la materia sobre la que se traduce, dedicación y formación continua. Para todo lo demás, Instagram.