Sobre el lenguaje pseudoliterario de las instituciones

Ya no hay marcha atrás. Mi compromiso de utilizar esta vía de diálogo y reflexión con ustedes es firme. Por eso, hoy quería compartir -más bien desahogarme- esos pensamientos que, bien como traductores, intérpretes o como simples usuarios del lenguaje, nos vienen a menudo a la cabeza.

Hace apenas hora y media, llegué de una interpretación simultánea. No hago mucha interpretación simultánea pero, al menos, intento mantenerme en forma y preparado para cuando surgen estas oportunidades y, por este motivo, intento sacar tiempo de donde no lo hay para practicar en casa con los ejercicios, textos y conferencias que nos brinda la red. La conferencia de hoy no iba a ser larga pero, como bien sabemos y bien decían los filósofos de la Antigua Grecia, todo tiende al caos y, por eso, cualquier acto que se precie por esta área geográfica –perdón por el cliché– comienza siempre tarde.

Para cualquier intérprete de cabina poco entrenado, un acto retrasado y una agenda complicada es siempre un problema, pues implica que los ponentes leerán sus discursos a toda máquina. Afortunadamente, en muchas ocasiones, se nos facilitan los discursos que van a leer. Sin embargo, por mucho que uno los prepare, la rapidez de la lectura del ponente, los posibles problemas audición, los nervios, la ubicación de la cabina de interpretación, la luz, el calor y un largo etcétera de factores de todo tipo, dificultan sobremanera la calidad de la interpretación y, evidentemente, la comunicación entre quienes desean entenderse. Si bien todos los factores mencionados son entendibles por el público y también por los periodistas -algún día podremos hablar de cómo nos tratan los medios de comunicación-, hay otros factores en los que creo que pocas veces se repara a la hora de evaluar nuestro trabajo, ya sea como traductores o como intérpretes.

Ayer, mientras preparaba uno de los discursos que uno de los ponentes iba a leer hoy -agradezco profundamente el esfuerzo de quien nos lo consiguió-, no pude menos que acordarme del asesor al que le tocó redactar el discurso. Leí tres veces el discurso y traté de resumirlo y, les confieso, no saqué ninguna idea en claro. Puedo decirles de qué hablaba pero no les podría decir ni una sola idea concreta; ni una sola propuesta; ni una sola reflexión trascendente. El discurso era, más bien, una antología de citas y máximas sacadas de no sé qué página de Internet con las que se pretendía únicamente rellenar un hueco dentro de la lista de autoridades y cumplir con el protocolo.

Lo preocupante del caso no es que este hecho se produzca en el lenguaje oral -que ya lo es, fundamentalmente debido a la importancia del evento y al hecho de no decir absolutamente nada-, sino sobre todo que esta vaguedad lingüística y esta vocación literaria de quienes redactan este tipo de documentos en las administraciones públicas es también un hecho consolidado en la lengua escrita de las instituciones. Podría pensarse que cobran por palabras o que se concede algún premio por la calidad literaria de los redactores pero está claro que no es así.

Lo que me pregunto -y no sé hasta qué punto muchos traductores se lo toman como una responsabilidad profesional- es si somos capaces de decirles a los autores de un documento que lo que ha escrito se podría decir mejor y con menos palabras. Se abren ante nosotros distintas alternativas: callar y traducir como a uno le apetece; decirlo y tratar de mejorar el documento original o, también, entre otras muchas alternativas posibles, callar y traducir lo que nos han dado como buenamente podamos.

Me interesaría poner en común qué hacen ustedes ante esta situación y cuáles son las reacciones recibidas. ¿Qué les parece?

Saludos desde Canarias.